viernes 12 de octubre de 2018
Durante los días que siguieron al golpe de Estado la ciudad de Santiago fue sitiada por militares y sus muros, que solían estar cubiertos de afiches y murales, fueron pintados de blanco para borrar toda huella del pasado reciente en el marco de una política de higienización y represión a todo signo disidente.
El 26 de septiembre de 1973 se publicó el bando Nº 32 en el diario oficial estableciendo que “toda persona que sea sorprendida durante el Estado de Sitio imprimiendo o difundiendo por cualquier medio propaganda subversiva y atentatoria contra el Gobierno Supremo sufrirá las penas contempladas por el código de Justicia Militar para Tiempos de Guerra” (El Mercurio, 1973). De este modo, imprimir y difundir, dos verbos propios del léxico emancipador de la utopía gráfica construida por artistas y diseñadores/as bajo el signo de la Unidad Popular, fueron tempranamente codificados como amenazas por el lenguaje de la Doctrina de Seguridad Nacional. A pesar de ello, la censura impuesta se vio agrietada por medio de espontáneos grafismos callejeros que fueron apareciendo en los muros. Uno de los más emblemáticos fue la R mayúscula rodeada por un círculo en signo de resistencia. Esa escritura mínima, serializada a pulso, anunciaba la persistencia de “un gran cuerpo opositor que debía hacerse invisible para no ser desaparecido por la violencia militar” (Santa Cruz, 8). Esta primera resistencia, con el paso de los años, fue extendiendo su alcance mediante la adopción de medios de reproducción caseros, tales como hectógrafos, mimeógrafos y la diseminación de sellos artesanales en muros de fábricas, asientos de buses y postes de luz. En palabras de Alberto Pérez[3], este fue el “nacimiento de una vía caligráfica, popular, primaria” (cit. en Cristi y Manzi, 57) que junto a las peñas fueron indispensables para la restitución de las primeras redes subterráneas de colaboración y confianza.
Hacia el final de los setenta, ya existía un campo de agrupaciones, colectivos y talleres que se especializaron en el diseño y producción de afiches y piezas gráficas que circulaban de mano en mano, Al interior de centros sociales y culturales, además de ser portados en las calles por manifestantes durante procesiones, marchas y concentraciones del movimiento opositor.
Son precisamente estas trayectorias de creación gráfica las que reúne la noción de resistencia gráfica. Este concepto designa un particular modo de relación entre lo gráfico y lo político a partir de lo producido y sus modos de producción. Preferimos esta denominación a la de “gráfica política” e incluso la de “gráfica de resistencia” ya que, aunque interrogan las estrategias de confrontación ideológica desde su visualidad, suelen subordinar lo político al contenido de los encabezados e imágenes impresas. Desde una perspectiva procesual, la politización de la gráfica no solo comprendió una política de las imágenes sino más ampliamente, la colectivización de las autorías, las estrategias de adaptación e innovación técnica a partir de recursos mínimos y la burla constante a la censura a través de redes tácticas que hizo posible la fabricación y circulación de cada afiche. Una micropolítica de la producción que dio lugar a lazos de solidaridad y trabajo mancomunado en la que participaron y se entramaron redes de colaboración con sindicatos, grupos políticos, trabajadores de imprenta, espacios culturales y organizaciones de derechos humanos.
Junto con otros tantos talleres y colectivos –de los que hasta hoy se sabe muy poco–, la Agrupación de Plásticos Jóvenes, APJ (1979-1987) y el Centro Cultural Tallersol (1977-) fueron parte importante de la resistencia gráfica que se desarrolló en medio de un periodo tachado por la tesis hegemónica del apagón cultural[4]. Como un primer ejercicio de listado (que no pretende ser exhaustivo ni cronológico) y una invitación a futuras investigaciones, es posible mencionar al Taller Pazciencia de los hermanos Amaro y Charles Labra; el Grupo Semilla vinculado a la Agrupación Cultural Universitaria (ACU); Arauco Gráfica de los Marginales de Danilo Bahamondes junto a Juan Carlos Gallardo y Antonio Rojas; el Taller Marca de la ciudad de Concepción integrado por Iván Díaz y Ricardo Pérez; Palomita del Mapocho de Ricardo Morales; los talleres Emergencia, Acción Cultural (TAC), Ventana y A Puro Pulso.
En 1977, Antonio Kadima y Jorge Farías fundaron el Centro Cultural Tallersol, el primer centro cultural autónomo en abrir sus puertas en plena dictadura. Fue concebido, tal como registra en su primer cartel, como un “rincón experimental de la amistad y del arte” (Tallersol, cit en Cristi y Manzi, 89) “un espacio abierto a organizaciones y personas que luchan por una cultura popular y alternativa” (Tallersol, cit en Cristi y Manzi, 87) desde la creación poética, audiovisual, musical, muralista y gráfica. En 1980, Kadima, Felipe Martínez —quien volvía de su exilio en Washington— y el ilustrador Eduardo Gallegos crearon el “Taller de Gráfica”, que en sus palabras “nace como una respuesta y una necesidad en el proceso de inserción con las organizaciones sociales” (Cristi y Manzi, 105). El trío realizó tanto diseños por encargo para peñas, recitales y actos culturales, como una línea “solidaria” de afiches sin costo para organizaciones populares, parroquias y agrupaciones de derechos humanos. Luego de un año de trabajo, el colectivo se disolvió, pero Kadima siguió trabajando de manera independiente bajo el nombre de “Taller de Nueva Gráfica”, haciendo uso de la serigrafía, la fotocopiadora (en una técnica que llamó xeroxgrafía) y ocasionalmente con el uso de Offset. Durante este periodo continuó con talleres itinerantes junto a Juan Carlos Gallardo, promoviendo el uso de técnicas simples y económicas para la autogestión de medios de comunicación popular. Asimismo, fue uno de los tantos trabajadores de la cultura que participó activamente en el Congreso de Artistas y Trabajadores Culturales organizado por el Coordinador Cultural (1983) y colaboró, desde lo que definía como un “arte necesario”, con el CODEPU (Comité de Defensa de los Derechos del Pueblo), sindicatos, coordinadoras de pobladores y grupos de estudiantes organizados.
La APJ se fundó en 1979 tras la convocatoria realizada por Hugo Sepúlveda y Havilio Pérez, que tenía por fin organizar a jóvenes artistas plásticos como ya lo hacían sus pares escritores en torno a la SEJ (Sociedad de Escritores Jóvenes). A esta primera cita realizada en el Taller 666 acudió un grupo de más de 30 estudiantes y egresados de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile[5]. Fueron ellos quienes fundaron la APJ como una instancia abierta de experimentación y acción colectiva. Su “carácter movimentista” (Brugnoli, 9) distinguió a la APJ de otros colectivos y brigadas de la escena artística del periodo. Se coordinaban en asambleas abiertas y periódicas en las que participaron cientos de personas que se fueron incorporando a lo largo de sus ocho años de trayectoria[6]. Según lo plantea Patricio Rueda “esta tendencia se ha venido expresando como respuesta al exacerbado individualismo que entre otros factores promueve la cultura oficial” (Rueda, 14). Sostuvieron cuatro líneas de trabajo: muralista, escenográfica, “acciones directas” (como llamaron a las intervenciones en el espacio público) y -la más prolífica de todas- gráfica. La multiplicidad constitutiva de la APJ imposibilita la identificación de un solo estilo o identidad gráfica. En su obra se observa la combinación y simultaneidad en el uso de técnicas de impresión artesanales (serigrafía, ocasionalmente mimeógrafo y plantillas) e industriales (Offset de matriz de papel y metal según riesgo y disponibilidad, e incluso fotocopiado), autorías colectivas y la implicación de diversas organizaciones[7]. En 1987, la APJ realiza su última acción pública, marcando el fin de la propia Agrupación con una intervención gráfica en el marco del “II Homenaje a Santiago Nattino” (cartelista cruelmente asesinado por la dictadura en el marco del caso degollados) en la Galería Bucci. Como un gesto final y crítico al hermetismo del mundo artístico, en coherencia con su compromiso con los “afuera” del circuito tradicional de exhibición, instalaron una pliego serigrafiado con el rostro de Nattino durante la inauguración para luego cubrir los muros colindantes con pliegos intervenidos con pintura -junto al del rostro homenajeado- mientras el resto de los asistentes seguía ingresando a la galería.
Resistencia gráfica es el nombre que toma la adopción de una herramienta de protesta visual como un lugar de enunciación creativa y situado en el contexto dictatorial. En medio del apremio y el terrorismo de Estado, existió en estos grupos una potencia inventiva y vinculante materializada en redes subterráneas de solidaridad y experimentación colaborativa que se expandieron durante la década de los setenta y ochenta. En un salto siempre necesario al presente, en plena post dictadura es posible indagar en la experiencia emergente de talleres, brigadas y colectivos(as) que junto a las movilizaciones estudiantiles vuelven a hacer de la gráfica una práctica transformadora.
Bibliografía
Lista de imágenes
[1] Javiera Manzi Araneda (1989) es Socióloga de la Universidad de Chile, investigadora, docente y archivera independiente. Sus líneas de investigación cruzan arte, política, cultura visual e historia reciente de luchas sociales en Chile y América Latina. Autora del libro Resistencia gráfica a la dictadura en Chile. APJ y Tallersol (LOM, 2016). Curadora de la exposición “Poner el cuerpo. Llamamientos de arte y política en los años ochenta en América Latina” en el MSSA (2016). Forma parte del Núcleo de Gráfica y Movilización Estudiantil, espacio de investigación y constitución archivística vinculado al Archivo FECh con quienes ha curado las exposiciones “A la calle nuevamente. Gráfica y movimiento estudiantil en Chile” (La Habana, 2016) y “Mujer no me gustas cuando calles. Luchas feministas y movilización estudiantil en Chile” (Valencia, 2017). Integrante de la Red de Conceptualismos del Sur y militante del Centro Social y Librería Proyección.
[2] Esta entrada está realizada a partir de la investigación del libro Resistencia gráfica. Dictadura en Chile APJ-Tallersol (LOM, 2016) de las autoras Javiera Manzi y Nicole Cristi.
[3] Extractos de la tesis inconclusa titulada “La creación artística como lenguaje de la resistencia a la dictadura militar” realizada por Alberto Pérez, docente y artista del Grupo Signo, con la beca Guggenheim.
[4] El apagón cultural que aparece en el discurso crítico como denuncia a la dictadura cívico militar, ha contribuido paradójicamente al enrarecimiento e invisibilización de los entramados culturales que sí se mantuvieron activos en Chile durante la década de los setenta y ochenta.
[5] Entre ellos Havilio Pérez, Hugo Sepúlveda, Alberto Díaz Parra, Patricio Rueda, Víctor Hugo Codoceo, Leonardo Infante, Sonia de los Reyes, Ramón Meneses, Héctor Achurra, Alejandro Albornoz, Miguel Calás y Luis Sanhueza.
[6] Entre quienes se integran en los ochenta está Verónica Soto, Álvaro Oyarzún, Cucho Márquez, Evelyn Fuchs, Roberto Hidalgo, Ximena Bósquez, Paulina Novoa, Patricia Saavedra, Fernando Vergara, Claudia Winther, Ana María Cisternas, Janet Toro, Iván Godoy y Mario Risseti.
[7] Como es el caso de la Coordinadora Nacional Sindical (CNS), la CONSTRAMET (Confederación Nacional de Trabajadores Metalúrgicos), el CODEPU, la AFDD (Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos) y la AFEP (Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos), la AGECH (Asociación Gremial de Educadores de Chile), el Coordinador Cultural, el CGA (Coordinador de Gremios del Arte), la APECH (Agrupación de Pintores y Escultores de Chile), entre otras.
« Back to Glossary Index