miércoles 4 de julio de 2018

Movimiento estudiantil

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Federico Galende[1]

El movimiento estudiantil del 2011 (en términos de Auerbach, una “figura”, es decir, un acontecimiento cuya singularidad interpreta y reprocesa a la vez un acontecimiento anterior, el de las marchas del 2006 durante la llamada “revolución pingüina”), imprimió un giro crucial en el imaginario del Arte Contemporáneo. Para dar cuenta de este giro, se requiere de un rodeo que organice mínimamente algunos datos.

La tarde del jueves 14 de abril del 2011, un grupo de estudiantes se congregó alrededor del edificio de la Junta Nacional de Auxilio Escolar y Becas, JUNAEB, para reclamar por el retraso en la entrega del pase escolar. No eran muchos, provenían del mundo universitario, habían participado de las movilizaciones del 2006 y el encuentro les era esta vez propicio para ampliar los reclamos por la gestión en educación que comenzaba a desarrollar el gobierno de Sebastián Piñera. Esas primeras críticas, originadas de manera espontánea, al calor de un intercambio de palabras trazadas en medio del malestar, sirvieron para que apenas dos semanas más tarde, un jueves 28 de abril, los jóvenes volvieran a reunirse tras la convocatoria de la Confederación de Estudiantes de Chile, CONFECH. El número de quienes en esa ocasión se tomaron las calles siguió siendo exiguo, pero tenía algo de promisorio: había entusiasmo, el entusiasmo se contagiaba, pasaba de un cuerpo a otro y día tras día empezaba a llegar más gente.

Estas escenas tuvieron lugar en el contexto de un siglo que nació atesorando en el planeta una gran cantidad de reivindicaciones, movilizaciones y cuestionamientos a las formas convencionales de las democracias representativas (Solnit: 2015). Los indignados en España, los obreros en Londres, las marchas en Grecia, el pueblo avanzando hacia las plazas en Túnez, en Egipto, en Libia o en Siria, la gente saliendo a las calles en Argentina, etc., resumían una protesta a nivel global que parecía anunciar el derrumbe definitivo del régimen de acumulación implantado por el neoliberalismo. Y Chile, donde desde el 2010 se venía protestando activamente por la aprobación en Coquimbo de una termoeléctrica que dañaría severamente la flora y la fauna del santuario de la naturaleza de Punta de Choros, por la cicatriz que Hidroaysén proyectaba sobre los milenarios bosques del sur o por el abrupto retiro en Magallanes de las subvenciones al gas, no era esta vez la excepción.

Un grupo de líderes comunistas encabezado por jóvenes como Camila Vallejo, Karol Cariola y Camila Donato, entrevió en todo esto condiciones inmejorables para establecer un corte con la asimilación pasiva que había reinado hasta el momento y ampliar las demandas por la educación. Estas demandas ponían ahora en el centro del debate un cuestionamiento absoluto al modelo económico instalado por la dictadura, interpelando al Gobierno de turno por su posición frente a temas como el del lucro, el endeudamiento de las familias y el real compromiso del estado con el financiamiento de la universidad pública.

Con exigencias de esta naturaleza se marchó a lo largo de todo el país un jueves 12 de mayo, apenas nueve días antes de que el Presidente Piñera respondiera los reclamos estudiantiles en la cuenta pública del 21 de mayo, con el suficiente descuido como para que tras el breve y frustrado diálogo que Vallejo, Jackson y Ballesteros –cuyas diferencias ideológicas exteriorizaban la amplitud que comenzaba a adoptar el movimiento– mantuvieron con el Ministro Lavín, el movimiento no solo continuara sino que, además, se tornara multitudinario. El 1 de junio la gente salió a las calles, se hicieron presentes las familias, los niños, los maestros, los trabajadores, los funcionarios, los profesores, y en el país hubo realmente una fiesta: a lo largo de las calles marcharon más de 200 mil personas, incluyendo a los rectores de las universidades estatales (Guerra: 2015).

Es esta fiesta la que nos permite volver al giro que el movimiento imprimió en el imaginario del Arte Contemporáneo, en un anudamiento complejo por medio del cual el arte se revisó a sí mismo proyectando, a la vez, concisas transformaciones en el espacio del que participaba. Parte de este anudamiento (y de este giro) fue abordado por Sebastián Vidal en un texto crítico titulado “Arte, calle y coyuntura política”, donde se establece un lúcido cuadro comparativo entre la progresiva oficialización a la que fuera sometido el arte callejero de décadas anteriores y este otro que comenzaba a adquirir una especificidad durante el 2011.

Concentrado especialmente en las 1.800 horas por la educación, acción performática en la que un grupo de jóvenes corre mediante un sistema de postas durante 75 días alrededor de La Moneda, Vidal se permite un cotejo con la performance que en 1981 realizara el artista Carlos Altamirano, quien también corre, en este caso con una pesada cámara, desde la Biblioteca Nacional hasta el Museo de Bellas Artes. Sin que una acción deslegitime a la otra ni se emplace entre ambas ninguna clase de jerarquía, en la performance del 2011 resalta un hecho fundamental: “en su consigna no hay una conciencia del actuar performático entendido como gesto del arte, sino más bien como acto social” (Vidal: 2011).

Esta observación (central al giro que estamos dilucidando) empalma con un artículo que por la misma época Lucy Quezada y Mariairis Flores dedican a lo que consideran un nuevo “momento del arte político”. En el artículo, las historiadoras pasan revista a una serie de obras nacidas de los talleres de artes visuales de la Universidad de Chile y mencionan las condiciones excepcionales que éstas presentan para “analizar el proceso colectivo y anónimo en el que se generaron”. Las obras en cuestión –La silla gigante, La bandera de billetes, El guanaco, la pintura colectiva y los martillos– no prescinden de algunos elementos en común (su monumentalidad y su exhibición contingente, su ausencia de firma y su entrevero con el espectador); sin embargo, el giro se fundamenta en otro detalle: “Con la historia como telón de fondo, estas obras tensionan el panorama que configura el mito del arte latinoamericano como ilustrativo y comprometido a modo de panfleto con la política y, en modo particular, tensionan también el relato unívoco de un arte conceptual y crítico que se relaciona con la política en los límites de la censura dictatorial” (Mariairis Flores y Lucy Quezada: 2013).

En efecto, la pintura colectiva que reprodujo en un gran lienzo una fotografía del Palacio de La Moneda con la siguiente frase sobreimpresa en letras rojas, “La educación no cabe en tu Moneda”, La silla gigante, que provino de una iniciativa del taller de escultura y cuyos cinco metros de altura permitieron que se elevara por sobre los cuerpos que marchaban por la Alameda, o El guanaco, cuya creación a escala permitió a los estudiantes ocultarse en su interior para ser trasladado a lo largo de varias cuadras antes de que fuera incendiado ante la vista de todos, frente a la Casa de Gobierno, fueron acciones de arte en las que cada quien participó renunciando a su condición particular de artista con el fin de sumarse, ahora de manera anónima, a una gran red colaborativa espontánea que se abstuvo de contar con un texto previo, un guión o un líder que la organizara.

En esto último reside quizá el viraje más importante respecto a cómo había funcionado el Arte Contemporáneo en décadas pasadas. Si las calles de Chile habían sido durante la época de las utopías y el sueño del hombre libre, el lugar de una fiesta contestataria en la que prácticas como el muralismo, los festivales de arte o la pintura pos-informalista de la vanguardia operaron como un dispositivo de conscientización, y si durante los años que siguieron al golpe de Estado de 1973 el arte de corte más contestatario, aglutinado a grandes rasgos bajo el título de Escena de Avanzada, transportó ese dispositivo hacia un guión teórico más que sofisticado, legible de manera exclusiva para un grupo de especialistas y de entendidos, se diría que con el Movimiento del 2011 se produjo un nuevo reparto: desapareció la consigna vertical, se erosionó el guión y fueron los cuerpos, liberados de una vanguardia orgánica, los que trazaron moviéndose en el espacio su propia escritura de disenso.

La particularidad de este disenso es la siguiente: surgió de la autonomía con la que a veces definen los cuerpos sus modos de estar juntos. Es esto lo que permite hablar de un giro que, afectando a determinadas prácticas del arte en particular, impacta en el imaginario del Arte Contemporáneo en general. Se puede decir que esta transformación no comporta una novedad puesto que, a lo largo de la historia de occidente, ha asomado en múltiples ocasiones, uniendo en un hilo secreto las danzas de los campesinos retratadas por Brueghel con los carnavales tematizados por Bajtín a propósito de Rabelais, o los fabliaux eróticos del medioevo con las cosmogonías rememoradas por Carlo Ginzburg a partir del molinero Menocchio, pero sin embargo sí hay un nuevo elemento. Este lo aporta Erika Fischer-Lichte en su libro Estética de lo performativo, y se abrevia en la creciente pérdida de hegemonía que en las prácticas más actuales ha experimentado el texto en relación a los cuerpos (Fischer-Lichte: 2011).

Fischer-Lichte se refiere específicamente al teatro, cuya historia, desde la tragedia ática hasta el drama isabelino y, desde éste, hasta los días de Meyerhold o de Stanislavski, no ha sido sino el modelo de una institución moral destinada a promover la subsunción de los rituales festivos del pueblo a la tiranía de un mito que se acredita en el texto que regula sus movimientos. La manera en la que los cuerpos han comenzado a traspasar la cáscara mítica que los contiene, condujo a Judith Butler y a Athena Athanasiou a tratar el tema de lo performativo en lo político, asunto del que el movimiento estudiantil del 2011 es más que expresivo, recurriendo al concepto de “desposesión” (Butler y Athanasiou: 2017).

Desposesión: si el concepto es paradójico en sí mismo, esto se debe a que si por un lado remite al modo en que las personas hemos sido despojadas progresivamente de ciertas habilidades para ejercer algún tipo de control sobre nuestras vidas, por otro lado hemos quedado en condiciones de estar presentes unos a otros, de extendernos en lo impropio, de experimentar destruyendo mitos como el de la autogénesis moderna o el del individualismo posesivo para formar, tras esto, pequeñas comunidades colaborativas que se sitúan a uno u otro lado de los puestos de control.

Se obtiene un ejemplo de esto último si se considera que a partir del 2011, de las comarcas más alejadas del mundo, inquietas y fascinadas apenas un año antes por un espectáculo montado por el gobierno –el de los 33 mineros rescatados con vida después de dos meses de las profundidades de la tierra–, no tardaron en llegar cartas de apoyo, muestras de solidaridad y visibles gestos de empatía con estos jóvenes que parecían estar a punto de dar vuelta por fin las páginas de la historia. Así como el concepto de “desposesión” es ambiguo, también lo es el veredicto acerca de si se dio o no vuelta esta página. Pero ¿qué es dar vuelta una página? Los procesos de la historia no se limitan a una meta en el horizonte que nos trasciende, se juegan en la inmanencia de una experimentación que pone en común lo que no era en común, en una “poética del saber” que transforma, dicho con Rancière, el régimen de lo sensible. Esto es la historia, nuestra pequeña historia, la única que realmente existe.

 

Bibliografía

  • Butler, Judith y Athanasiou, Athena, 2017, Desposesión: lo performativo en lo político, Eterna Cadencia: Buenos Aires.
  • Fischer-Lichte, Erika, 2011, Estética de lo performativo, Abada: Madrid.
  • Flores, Mariairis; Quezada, Luxy, 2013, “La dimensión artística de la manifestación: marchando desde la Facultad de Artes de la Universidad de Chile”. En Consuelo Banda y Valeska Navea (compiladoras), “En Marcha. Ensayos sobre arte, violencia y cuerpo en la manifestación social”, Adrede Editora: Santiago de Chile.
  • Guerra, Sergio, 2015, El retorno del carnaval. Politización del carnaval y carnavalización de la política en el movimiento estudiantil del 2011. Tesis de Grado, DTHA, Santiago de Chile.
  • Solnit, Rebecca, 2015, Wanderlust: una historia del caminar. Capitán Swing, España.
  • Vidal, Sebastián, 2011, “Arte, calle y coyuntura política”. Revista Arte y Crítica, Santiago de Chile.

Lista de imágenes

  1. Registro marcha por la educación, Santiago de Chile, 2011.
  2. Registro marcha por la educación, Santiago de Chile, 2011.
  3. Registro marcha por la educación, Santiago de Chile, 2011.

 

[1] Federico Galende (1965) nació en Rosario, Argentina, y vive en Chile desde 1991. Ha sido director del Departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile. Es doctor en filosofía y miembro del Doctorado en Filosofía con mención en Estética. Sus últimos libros son Historia de mis pies (novela, Alquimia, 2017), Memorias de Octubre (ensayo, Ocholibros, 2017), La República Perdida. Un ensayo no visual sobre Gonzalo Díaz (ensayo, Editorial Universitaria, 2017), Comunismo del Hombre Solo. Un ensayo sobre Aki Kaurismaki (ensayo, Catálogo, 2016), Vanguardistas, críticos y experimentales (ensayo, Metales Pesados, 2015), y Me dijo Miranda (novela, Alquimia, 2014).

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