viernes 12 de octubre de 2018
Ignacio Szmulewicz R.[1]
Para el arte chileno contemporáneo, la Trienal de Chile fue uno de los eventos más complejos y significativos del nuevo milenio. Realizada durante el 2009 como antesala del Bicentenario, sus temas fueron los del límite, la frontera y el borde. En otras palabras, un estado de cuestionamiento crítico en cuanto a las barreras que separan el arte de lo social, lo étnico y lo transnacional. El debate que propuso el curador central, el intelectual paraguayo Ticio Escobar, hundía sus raíces en el anhelo por cuestionar la castigada autonomía del arte que, aún con vanguardias, ha subsistido como paradigma en gran parte del mundo occidental.
El llamado de Ticio Escobar impulsaba a artistas, curadores y críticos a pensar las zonas de conflicto, las grietas y hendiduras de un sistema de orden y estabilidad. Con ese norte a la vista, la Trienal de Chile gestionó experiencias de desborde –residencias, acciones, performance, clínicas y talleres–, en territorios apartados del centro –norte grande, sur profundo, montañas y desiertos–, transformando el hogar en un horizonte de posibilidades. En paralelo a estas actividades se desarrollaron tres coloquios en Valdivia, Santiago y Valparaíso. Esta instancia generó un espacio diverso y productivo para palpar el estado de la reflexión y, a su vez, las líneas de investigación y propuestas experimentales, editoriales y colaborativas de la escena nacional, latinoamericana e internacional. Entre los invitados se contó con la presencia de Manuel Borja, Néstor García Canclini, Ana Longoni, Suely Rolnik, Pablo Oyarzún, Adriana Valdés, Sergio Rojas, Andrea Giunta y, por supuesto, todo el equipo curatorial del evento.
El tono de la Trienal estuvo marcado por el anhelo de toda la escena artística por repensarse a nivel global y estructural[2]. El primer paso en ese camino se dio con Latinoamérica. El arte chileno, hasta ese minuto, se había imaginado como una isla. Un territorio aislado e inconcebible, repleto de fantasías y paisajes únicos. La curatoría que propuso Gustavo Buntinx constituyó un espaldarazo para la retina local por la transgresión que proponía hacia ideas tan instaladas en la escena chilena como la de anti-literalidad. Titulada “Lo impuro y lo contaminado III: pulsiones (neo) barrocas en las rutas del micromuseo” presentaba una relectura radical del arte peruano de las últimas cuatro décadas. La muestra exponía obras clave que remecieron el entendimiento que tenía el espectador nacional del contemporáneo. Los cruces desmedidos con la cultura popular, el imaginario religioso, el kitsch, la violencia y la fuerte presencia de lo étnico y lo trans como marcas indelebles contrastaban con un arte local de raigambre conceptual, textual y académico.
Con una mirada más global, en diversos sitios de Valparaíso se exhibió “Arte-Latinoamérica: estados de sitio” curada por Gabriel Pelufo y Alberto Madrid. El diálogo propuesto por ambos curadores, el primero uruguayo y el segundo chileno, permitió la presencia coral de colectivos históricos (Taller 4 Rojo, E.P.S. Huayco, el No-Grupo), movimientos míticos (desde Tucumán Arde, el Colectivo C.A.D.A. hasta la Escuela de Arquitectura de Valparaíso) y artistas imprescindibles del periodo de dictaduras y Guerra Fría (desde Lotty Rosenfeld, Liliana Porter, Roberto Jacoby, Oscar Muñoz, Juan Castillo hasta Gonzalo Díaz). El santo y seña veía una Latinoamérica activista que contrastaba con la mágica y pastoril tan propia del boom de los 60. Es decir, una Latinoamérica más política y comprometida que surrealista y alegórica en su visión del paisaje, el territorio, la humanidad, la identidad[3].
El segundo camino impulsado por la Trienal para resignificar la escena artística tuvo que ver con la descentralización. En un imponente ejercicio de gestión territorial, el equipo curatorial expandió sus redes para acceder a lugares que carecían tanto de infraestructura como de tradiciones. A su vez, llegó a ciudades que manifestaban claros signos de conformaciones de “escenas regionales” (concepto acuñado por el crítico Justo Pastor Mellado hacia inicios del nuevo milenio). Aunque el eje Valparaíso, Santiago y Concepción ya había sido explorado en la VI Bienal del Museo Nacional de Bellas Artes titulada “Triatlón” del 2008, lo cierto es que fue la integración de las zonas antes ignoradas el hito de mayor intensidad. El norte grande con los proyectos “El campeón, archivo personal del Tani Loayza” e “Informe de campo”, ambos curados por Rodolfo Andaur, “Otro eje Norte-Norte” de Marcos Figueroa como a su vez el “Taller de fotografía social Aiwin” dictado por Andrea Jösch en la zona mapuche[4].
Lo significativo de todo esto fue que, de la mano de la Trienal, la antigua articulación que predominaba en el circuito nacional –academia/museo– dio paso a un entorno diverso y multifacético plagado de espacios independientes (desde H10 hasta Móvil, Balcón, Sala de Carga, Callejera, Temporal y el Circuito de Espacios Domésticos), revistas alternativas (Plus, Animita, arteycritica.org) e iniciativas donde la creatividad puede exponerse a situaciones nuevas (Casa Poli e Ensayos)[5].
El tercer y último camino elegido por la Trienal de Chile para cuestionar el modelo tuvo que ver con la instalación del archivo como problema. Una serie de curatorías, especialmente las de “Arte-Latinoamérica: estados de sitio” y “El espacio insumiso: letra e imagen en el Chile de los ‘70”, curada por Isabel García, coordinadora del Centro de Documentación de las Artes Visuales del Centro Cultural La Moneda, demostraron el poder y la tensión que comenzaría a generar en el escenario local el concepto de archivo. Si hay algo que se encarga de configurar los límites con los que leemos el pasado, es la selección de documentos, es decir el archivo. Frente esa configuración, demarcación y delimitación, una serie de muestras proponían lecturas disidentes para reimaginar el pasado.
El concepto de archivo ganará fuerza en los años siguientes al revisar la historia del arte local, inscribiéndose en los relatos latinoamericanos tanto oficiales como alternativos, en las posibilidades de dibujar mapas y geografías distintas y deslocalizadas[6]. Los proyectos artísticos de Pablo Langlois, Alicia Villarreal, Viviana Bravo, Voluspa Jarpa o Nicolás Franco, todos se han enmarcado en un camino desde la noción de archivo para llevar a la práctica reflexiones críticos sobre el pasado.
La inestabilidad y tensión propuesta por la Trienal cobró realidad el 28 de febrero del 2010, sólo meses después de concluido el evento, cuando un terremoto asoló el centro-sur del país. El ciclo de un arte crítico y cuestionador vería su fin cuando el discurso de unidad, colaboración y reconstrucción fuera canalizado por el primer gobierno de derecha posterior al término de la dictadura militar.
Ninguna explicación supera el hecho ineludible que a la Trienal le vino un estrés post-traumático que la tuvo apagada desde su cierre. La ausencia de un evento de envergadura internacional para el arte chileno sigue pesando[7]. Lo cierto es que hasta el día de hoy el circuito sigue buscando un paradigma que le acomode. Entre la tradición museal y académica y los desbordes descentrados del extrarradio, el arte chileno vive en una constante fragilidad institucional con anhelos vanguardistas. La discontinuidad de la Trienal fuerza a pensar las dicotomías y falencias de la escena artística contemporánea.
Bibliografía
Lista de imágenes
[1] Ignacio Szmulewicz Ramírez (1986) es historiador, curador y crítico de arte formado en la Universidad de Chile. Magíster en Arquitectura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Se ha especializado en las áreas de arte moderno y contemporáneo, arte público, chileno y latinoamericano. Ha publicado los libros Fuera del cubo blanco: lecturas sobre arte público contemporáneo (Metales Pesados, 2012), Arte, ciudad y esfera pública en Chile (Metales Pesados, 2015) y El acantilado de la libertad. Antología de crónicas valdivianas 1977-1992 (Kultrún, 2015) y ha desarrollado los proyectos curatoriales Artes Visuales en Valdivia: archivo 1977-1986 (MAC-Valdivia, 2010), Matadero (Cubículo Metales Pesados, 2012), Spoilers (Galería AFA, 2013), Ciudad H (2014-2015) y MONUMENTO (2016-2018). Actualmente, es crítico de arte en la La Panera y coordinador del Centro de Documentación de las Artes Visuales.
[2] Los escritos de Justo Pastor Mellado y Guillermo Machuca se cuentan entre los más lúcidos al momento de describir y analizar el arte chileno de la transición.
[3] La muestra “Perder la forma humana: una imagen sísmica de los años 80 América Latina” del 2013-14, curada por la Red Conceptualismos del Sur en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía se impuso en esta línea.
[4] Los efectos de ese impulso se han sentido con mayor fuerza en los años siguientes. Las investigaciones de Carol Illanes, Consuelo Banda, Cristián Muñoz, David Romero y las curatorías de Rodolfo Andaur o Catalina Correa, han reforzado esa expansión que la Trienal buscaba impulsar. El programa Traslado (2016-2017) del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes demuestra lo permeada que se encuentra la cultura institucional respecto de ideas antes mantenidas en los márgenes.
[5] Valdría la pena contrastar el guion curatorial que había propuesto Mari Carmen para la Trienal de Santiago, nombre que había adquirido el primer intento de Trienal sólo dos años antes el 2007. En su mirada, se buscaba repensar todo el cordón industrial de la capital chilena para proponer una serie de intervenciones urbanas que permitieran repensar lo político desde lo urbano. Este modelo nunca se llegó a concretar.
[6] Los escritos y curatorías de Sebastián Vidal, Cristián Gómez-Moya, Soledad García (Coordinadora del Centro de Documentación de las Artes Visuales del CCLM posterior a Isabel García), Paulina Varas, Soledad Novoa, todas representan aportes en esta línea.
[7] El mismo mes de apertura de la Trienal se realizó la primera versión de la feria Ch.A.Co que se ha consolidado como el evento nacional de arte contemporáneo.
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