viernes 12 de octubre de 2018

Archivos y derechos humanos

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Cristián Gómez-Moya[1]

Archivos y derechos humanos, dos conceptos que en los últimos cuarenta años se han vuelto recurrentes para examinar la historia política del Estado chileno, principalmente aquella relativa a los crímenes perpetrados durante la dictadura cívico-militar en las décadas del setenta y ochenta. Se trata, sin embargo, de dos categorías que se anudaron en un tiempo desfasado, puesto que se inscribieron durante la postdictadura, época que hizo suyas ambas categorías en la medida que los derechos humanos y sus severas infracciones se volvían legibles a través de fichas, memorandos, telégrafos, órdenes de detención, fotografías y un arsenal de residuos documentales que habían permanecido en secreto. Es por ello que sindicar la lectura histórica del archivo de los derechos humanos en el marco de la postdictadura, no refiere a la aparente superación que otorga el prefijo post, sino al desplazamiento del régimen del terror hacia una condición documental.

Ahora bien, una breve genealogía entre archivo y derechos humanos, daría cuenta de una huella en la que es posible reconocer el trabajo de organizaciones eclesiales y civiles tales como: Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas (FASIC, 1975) y Vicaría de la Solidaridad (1976), quienes iniciaron una primera tarea de acopio y conservación de expedientes sobre represiones y causas judiciales; Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD, 1975); Comisión Chilena de Derechos Humanos (1978); Corporación de Promoción y Defensa de los Derechos del Pueblo (CODEPU, 1980); cuyos registros han permanecido vigentes hasta el día de hoy. Con la transición democrática comienza una política de informes marcada por las indagatorias de documentos y testimonios que detonaron un incipiente aumento de repositorios estatales. Entre ellos el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Informe Rettig, 1990-1991); el Informe sobre Calificación de Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos y de la Violencia Política (1992-1996); el Informe de la Mesa de Diálogo (1999-2001); y quizá uno de los más discutidos en términos del derecho a los datos, el Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Comisión Valech, 2003-2004/2010-2011), cuyo acceso público provocó, en su segunda etapa, una densa controversia debido al texto de ley que prohíbe su divulgación antes de cincuenta años.

Así, la apertura de archivos sobre derechos humanos propició un nuevo régimen burocrático[2], con alcances impensados para la reconstrucción de la democracia (Alberch i Fugueras, 2008), y junto con ello también originó un terreno de amplio valor cultural[3]. Algunas de esas expresiones las podemos leer bajo una pulsión documental o un deseo por explorar tanto el documento como la enseñanza y visualidad del mismo. Esta pulsión, por cierto, encontrará en el archivo de los derechos humanos un espacio especulativo y ficcional. Con esto nos referimos a documentos de la violencia política que, luego de su punzante devenir entre los archivos jurídicos, se volvieron de interés para las prácticas culturales así como para los museos, los centros de documentación y las galerías mediales. Estas prácticas produjeron otras lecturas, las que afectaron tanto el documento en su funesto origen como su inscripción en el espacio de la visualidad: egresaron del archivo para transformarse entonces en nuevos documentos con valores culturales.

Con todo, hace falta reseñar que estos síntomas tuvieron un contrapunto en el ámbito de las artes visuales, puesto que la antinomia arte-documento generó divergentes lecturas dentro del período, las que atravesaron una extensa teoría crítica sobre lo político en el arte. Precisamente, al observar el sostenido tráfico entre arte y política durante la postdictadura (Oyarzún et. al., 2005), es posible identificar un tipo de prácticas artísticas centradas en los efectos traumáticos dejados por la violencia y en diálogo con la crítica sobre las estéticas de la memoria que prevalecía en el cambio de siglo (Richard, 2000). Dichas prácticas recogieron fragmentariamente los documentos secretos de la etapa dictatorial, recurriendo de este modo a las huellas dejadas por la desaparición de personas. Si bien estas artes pudieron asociarse con cierta tradición archivística, dado que utilizaron documentos clasificados, creemos que inicialmente se formularon desde otras taxonomías centradas básicamente en rastros e índices de lo desaparecido. Éstas adquirieron la forma de ruinas y residuos de datos documentales, originando así un arte que tensionó las políticas reconciliadoras sobre la memoria.

De modo que recorrer el itinerario entre arte, archivo y derechos humanos, requiere suscribir un desigual diagrama de prácticas de visualidad. Un primer momento a finales de la década del setenta, con agrupaciones de artistas como el Taller de Artes Visuales (TAV) (Archivo de Reflexión Pública, 1978), Luz Donoso (Acción de apoyo, 1979-1982; Huincha sin fin, 1981) y Hernán Parada (Obrabierta, 1974-1986), quienes demostraron una temprana preocupación por el documento como acción política. Un segundo cuerpo se sitúa en los primeros años de la transición democrática, contemplando una etapa indicial, residual o arqueológica derivada del archivo. Ahí podemos identificar la obra Lonquén, 10 años (1989) de Gonzalo Díaz, en cuyo siniestro fondo alegórico quedó la huella anacrónica de los campesinos asesinados en 1973 y sus restos hallados en 1978. Algunas series de Eugenio Dittborn (El Cadáver, el Tesoro, 1991) y Carlos Altamirano (Retratos, 1997) también comparecen en esta dimensión en que el registro fotográfico, policial y forense, aparece como extracción o exhumación documental por un lado, e índice de la desaparición por el otro.

A contar del 2000, la profusa desclasificación de archivos comienza a exhibir las paradojas entre el documento liberado y sus indisolubles secretos, al tiempo que los derechos humanos se vuelven una imagen virtual bajo su aparente emancipación globalizada. En este impreciso terreno se pueden reconocer, entre otros, artistas como Mariana Silva-Raggio (Archivo: Documento biográfico de los habitantes de Chile, 2000), Voluspa Jarpa (Desclasificados, 2003; Biblioteca de la No-Historia, 2010-2011; Minimal Secret, 2012), Iván Navarro (¿Dónde Están?, 2007; The Briefcase [Four American Citizens Killen by Pinochet], 2004; Criminal Ladder, 2005; Venda Sexy. Discoteque Sign, 2005; y la serie Victor [The Missing Monument for Washington, DC or A Proposal for a Monument for Víctor Jara], 2007-2008), Carlos Altamirano (No tiene nombre, 2007; 40 relatos inconclusos, 2009), Claudia Missana (El mismo cielo, 2006; Diagrama de sombra, 2011), así como el trabajo menos conocido de Alfredo Jaar en torno a una extensa obra situada en las fronteras de lo bio-documental (Searching For K, 1984; The Kissinger Project, 2012). Por último, en un bloque más reciente y no menos disímil, los trabajos de Máximo Corvalán-Pincheira (ADN, 2012), Verónica Troncoso (Arqueología de la ausencia, 2012-2014; Relatos y fantasmas, 2015), Francisco “Papas Fritas” (Desclasificación popular, 2014; 2054, 2017), Renata Espinoza (Equipo Dagoberto Pérez, 2014; Silenciado, 2015), Araya-Carrión (Prolegómenos para una Geología Política, 2016), Javier Rodríguez (Revólver, 2016; Anticristo, 2017), Fernando Prats (Acción Medular, 2017).

Si bien la conformación de archivos sobre derechos humanos contribuyó a un agudo debate entre arte y política, es dable también decir que ante este itinerario –ciertamente insuficiente pero apegado a sus síntomas– se vuelve problemático sostener la prevalencia de un tipo de arte de archivo, tal como se ha comprendido desde un humanismo afirmativo de la cultura[4].

Actualmente, el binomio archivo y derechos humanos, ya lejos de su cerco postdictatorial, revela en las prácticas artísticas contemporáneas distintas y heterogéneas preocupaciones que giran, a su vez, en torno a la propia democratización del arte: i) la conformación de redes múltiples en que la archivística o archivonomía ha operado, disidente y colectivamente, bajo la forma anómica y anarchivística de una nueva crítica institucional que se alimenta de la postcolonialidad, la biopolítica, los postfeminismos, las contracartografías, entre otras derivas; ii) el archivo universal como un lugar del cual es necesario distanciarse o bien resistir, ya sea por vías de infiltración, inteligencias anónimas y desterritorializadas que promueven el trabajo postcapitalista y hacking sobre derechos de reproducción, autor y copia; y iii) el devenir especulativo e inmaterial de una máquina de desarchivo en cuya esfera se desliza una suerte de posthumanismo basado en escrituras codificadas, algoritmos cognitivos y una avalancha de datos nómades e inconmensurables.

De modo que parece ineludible pensar que aquella condición modernizadora del archivo y los derechos humanos, en otros tiempos se verá confrontada con micropolíticas más sensibles y disidentes en el campo performativo del documento, tensionando, junto con ello, la misma proposición humanista del arte.

 

Bibliografía

  • Alberch i Fugueras, Ramon, Archivos y derechos humanos, Gijón: Ediciones Trea, 2008.
  • Danbolt, Mathias & Sven Spieker (eds.), “Roundtable on the Critical Archive” (contribuyen: T. Holert, S. Baumann, A. Hafez, I. Blom, M. Basilio, T. Murray, B. Puric´, S. Lütticken, C. Hsu, P. Boudry and R. Lorenz, A. Barikin, C. Gómez-Moya), en ARTMargins, Volume 3, Issue 3 (October 2014), pp. 3-20.
  • Ferraris, Maurizio, Documentality. Why It Is Necessary to Leave Traces, New York: Fordham University Press, 2013.
  • Giunta, Andrea, “Politics of Representation. Art & Human Rights”, en revista e-misférica 7.2, “After Thruth” (2010). Disponible en: http://hemisphericinstitute.org/hemi/en/e-misferica-72/giunta
  • Groys, Boris, “Art in the Age of Biopolitics: From Artwork to Art Documentation”, en Enwesor, Okwui (et. al.), Documenta 11, (cat. exp.), Plattform 5, Ostfildern-Ruit: Hatje Cantz, 2002, pp. 107-113.
  • ________, Art Power, Cambridge/Masachusetts, The MIT Press, 2008.
  • Kornbluh, Peter, The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability, New York: The New Press, 2003.
  • Oyarzún, Pablo, Nelly Richard y Claudia Zaldívar (eds.), Arte y Política, Santiago: Consejo Nacional de la Cultura y las Artes/Universidad ARCIS, 2005.
  • Richard, Nelly, Crítica de la Memoria (1990-2010), Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2010.
  • _________ (ed.), Políticas y estéticas de la memoria, Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2000.

Lista de imágenes

  1. Voluspa Jarpa, No History’s Library-The Backyard, Zürich, Suiza, 2015. Cortesía Migros Museum für Gegenwartskunst. Fotografía: Stefan Altenburger.
  2. Voluspa Jarpa, No History’s Library-The Backyard, Zürich, Suiza, 2015. Cortesía Migros Museum für Gegenwartskunst. Fotografía: Stefan Altenburger.
  3. Voluspa Jarpa, Biblioteca de la No-Historia-Preguntas y respuestas, Toulouse, Francia, 2012. Cortesía de la artista.
  4. Voluspa Jarpa, Biblioteca de la No-Historia-Preguntas y respuestas, Toulouse, Francia, 2012. Cortesía de la artista.

 

[1] Cristián Gómez-Moya (1972) es investigador, creador y curador de artes visuales. Doctor en Historia y Teoría del Arte, y académico responsable del Programa en Estudios Visuales y Mediales, en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Universidad de Chile. Su obra visual y textual se construye sobre la noción “documento de arte/autor”, abordando los problemas de la visualidad, así como los documentos y archivos de arte-política. Actualmente es autor de la investigación curatorial Hegemonía & Visualidad (1987/2017). Documento de arte (fondart, 2017-2018), y Líneas Suspendidas (CreArt/UChile, 2018). Es autor del libro Derechos de mirada. Arte y visualidad en los archivos desclasificados (2012) y Human Rights/Copy Rights. Visual Archives at the Time of the Declassification (2013). Es co-editor de Arte, Archivo y Tecnología (2012), Visualidades [datos, colecciones, archivos] (2013), creador editorial de ACICLOPEDIA. Breviario sobre la forma más allá del canon (2016), y CANAL. Cuadernos de Estudios Visuales y Mediales (2017).

[2] La relación entre informes jurídicos y apertura de archivos, también vinculó al Estado de Chile con diversos momentos de inflexión en el ámbito internacional, particularmente con Estados Unidos, cuyos principales derroteros fueron la desclasificación del secreto y liberación de datos como práctica global (Kornbluh, 2003).

[3] Esto se vio reflejado, años después, con la apertura del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (2010), el cual no solamente instituyó el valor del archivo bajo el paradigma de la memorialización del pasado represivo, sino que además convulsionó la cultura de la memoria en una disputa con las organizaciones civiles, principalmente, y por lo tanto con el derecho a administrar dicha memoria (Richard, 2010). Paradójicamente, el mayor rendimiento que ha tenido el archivo de los derechos humanos ha pasado por una inconclusa discusión en torno a esos mismos derechos sobre la memoria.

[4] Contra aquel pensamiento que ha insistido en abordar el archivo como un lugar universal en el que reposa una pregunta por el arte, en las obras mencionadas podemos advertir ciertas digresiones más cercanas a un tipo de documentalidad que trastoca la distinción entre el arte como documento y el documento devenido en arte; cuestión que del mismo modo ha animado una sugestiva parábola entre original y copia, vida y documento (Cf. Groys, 2002, 2008; Giunta, 2010; Ferraris, 2013; Danbolt & Spieker, et. al., 2014).

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