viernes 19 de octubre de 2018

Modernidad

« Back to Glossary Index

Pablo Oyarzún Robles[1]

Un término variable, ya se lo entienda como apelativo de una época o de un periodo o como la calidad y cualidad de lo “moderno”, de aquello que, si no está derechamente al día, no ha perdido aún el lustre de lo nuevo.

Si se habla de época —en tal caso, “época (o era) moderna”— lo variable concierne a su datación, su inicio, y a las condiciones, trastornos, hechos o eventos que con ella se asocian. Desde el punto de vista social y económico se hará retroceder su inicio a la paulatina liquidación del feudalismo, el comienzo de las concentraciones urbanas y la emergencia de una burguesía incipiente, las formas primarias del capitalismo, el nacimiento del “individuo” y, en fin, el descubrimiento de la imprenta y la invención de “América”. Consideraciones epistemológicas favorecerán la instauración metafísica del primado de la subjetividad y la pauta científico-tecnológica del dominio de la naturaleza, digamos, Bacon y Descartes, para no hablar de la razón de Estado. La explícita conciencia de un gran proyecto histórico progresivo, ganada en parte en los combates de la querella de antiguos y modernos, pero sobre todo bajo la presión de transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales agudas, hará ver en la Ilustración dieciochesca la primera madurez de “lo moderno”.

La Revolución Francesa, más que la Gran Rebelión (Cromwell) y la Gloriosa Revolución (Guillermo) de un siglo atrás, en el XVII, se habrá sentido que marca de manera espectacular (hablo también de la revolución como espectáculo) el inicio de una era radicalmente nueva. Pasada la mitad del siglo siguiente y las revoluciones del 48, en 1863, Charles Baudelaire acuña el concepto: “La modernidad es lo fugitivo, lo transitorio, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable.” Es como si el mismo ritmo de la frase, con la impaciente aceleración de su primera mitad y la contención y reposo y la sobria concisión de la segunda, confesara el equilibrio frágil en que se sostiene la idea. Ese fue, quizás, el momento, es decir, el momentum, moción e instante único, porque impetuoso, del concepto. Acaso no lo hubo más.

Siendo tan prolíficos en conceptos, los alemanes tienen un término colectivo que sostiene nominalmente la presunta convergencia de una multiplicidad de acepciones que se dan en franca fuga. Die Moderne, en sustantivo, se puede aplicar a todo aquello que pueda adjetivarse de “moderno”, trátese de época, estilo, tendencia, escuela o género, primacía del Estado y la burocracia, Ilustración y dominios de la cultura, procesos de secularización, modelamiento de la vida cotidiana por la producción industrial, el mercado y la tecnología, muerte de Dios y nihilismo y un larguísimo etcétera que de solo suponerlo me abruma.

Variable, equívoco. En algún lugar, tiempo ha, me pareció oportuno distinguir entre “modernidad” y “modernización”, siendo esta, la segunda, una transformación general de los órdenes sociales y vitales por obra de la expansión del capitalismo y sus vectores, y la primera un conjunto de principios y valores que por una parte fundamentan y legitiman los procesos de modernización y por otra ejercen vigilancia crítica sobre tales procesos, ponderando si socavan o entran en directa colisión con tales principios y valores. (La distinción no tiene nada de original, por supuesto. En términos de lo que se supone es potencia sustantiva de lo moderno cabría hablar del conflicto inherente entre razón crítica y razón instrumental). A la vez, creía necesario advertir que los dichos principios y valores no permanecían incólumes por efecto de los avances de la modernización, de su ritmo en creciente aceleración y su alcance global, lo que resultaba particularmente visible en la estructuración de las subjetividades e identidades, más o menos aquello que se ha dado en llamar “subjetivación”; por razones que no es del caso mencionar, yo prefería hablar de “fuero interno”.

La repercusión de la modernización en la “modernidad” (que se puede suponer punto de llegada de aquella, punto virtual o asintótico, que a fin de cuentas le da a la meta cierta fisonomía espectral) implicaba, pues, un flujo casi continuo de redefiniciones que, en última instancia, acusaban la procedencia de ambos órdenes a partir de una misma y compleja matriz. En ella, los vectores de la modernización y los valores de la modernidad están tan ligados entre sí que solo en virtud de una crítica permanente y radicalizada, que ve la crisis en cada presente, por estable que pueda parecer, es posible que la modernidad, como proyecto, persista; la crisis era, es esa matriz común. Otro equilibrio frágil, siempre a punto del colapso.

Hoy, en cierto modo, nos encontramos en un lugar extraño; después de tantas veces que se ha declinado la palabra “fin”, se podría decir, por simple inercia, que vivimos el interminable “fin” de la modernidad y que las continuas modernizaciones, en buena medida, se han convertido en la administración de dicho “fin”. Pareciera que nos acostumbramos a habitar la crisis y, por eso mismo, a obliterar todo indicio que nos la hiciera patente. Pero los indicios, alabado sea Dios o el Diablo, persisten, a porfía. No todo da lo mismo. De alguna manera persiste, no se sabe cómo, el momentum de lo moderno: aunque fuese por una pizca de razón, de pasión un ápice.

Pero supongo que si aquí ha de hablarse de modernidad y de lo moderno (por ejemplo, de lo “moderno” en el arte, con mucho énfasis en las comillas) ha de tratarse de lo local, si lo hay (y lo hay, ciertamente).

Hace largo tiempo —ya casi treinta años— formulé, a propósito de la producción artística visual chilena del periodo que entonces era “de veinte, treinta años” hasta la fecha, formulé, digo, una hipótesis que acentué, además, como tal, para dar a entender que no le concedía carácter descriptivo, es decir, que no admitía que fuese simplemente el levantamiento de un estado de cosas objetivamente comprobable. La hipótesis consistía en sostener que en aquel periodo, desde los años cincuenta del siglo pasado hasta el momento en que abordaba el asunto, podía ser concebida como “una serie de modernizaciones”. Por modernización, en ese caso específico, entendía una puesta al día, una actualización de la producción visual vernácula con respecto al estado cada vez vigente del sistema internacional.

Al mismo tiempo, me interesaba emplear el concepto de serie, porque, por una parte, suponía que las características específicas de la secuencia (que me llevaban a pensar en serialidad) la distinguían nítidamente de otras fases anteriores de apropiación de referentes “modernos”. Por otra, porque, en relación con esas características, asumía que cada una de las instancias de la serie suponía una variación significativa respecto de la anterior, que en la escena que de esa manera buscaba iluminar tenía regularmente la índole abrupta de un quiebre. Pero había un punto más en la hipótesis: si al sentido de lo “moderno” en el arte (y la literatura) puede atribuírsele como rasgo general el cuestionamiento de la representación, entonces esta “serie” que buscaba discernir desde fines de los 50 mostraba precisamente ese cuestionamiento como rasgo central.

Tendía a pensar que ese reiterativo rompimiento impedía todo relato que quisiera suponer o enunciar una evolución orgánica, interna, pero al mismo tiempo sugería cierta lógica en virtud de la cual no cabía una crónica meramente rapsódica. Habré pensado, quizás (lo digo dubitativamente, porque no lo tengo tan presente y no me he vuelto a ocupar de estos asuntos), que hay lecturas y lecturas y que la alternativa entre quiebre y continuidad es demasiado gruesa: es miope.

Es ese quiebre lo que acusaba cada vez un hito de modernización como puesta al día respecto del estado del arte (dicho aquí literalmente), una actualización con sentido “moderno”. A mano está la idea de una supeditación reproductiva a los modelos metropolitanos como condición y estatuto del arte vernáculo. Pero esa idea (que es miope) omite dos cosas cruciales, que la hacen inviable aun si se quisiera concederle indicios de verosimilitud. Precisamente este tipo de relación al referente internacional implica, por una parte, desplazamiento o dislocación, si se prefiere, y, por otra, diferimiento: un dónde y un cuándo que, a su vez, definen un cómo, que ha de dar las señas específicas de una determinada producción. En virtud del desplazamiento y el diferimiento tienen necesariamente que entrar en consideración las cotas contextuales y el grado de lucidez —de lucidez agente— que los artistas tengan acerca de esos dos factores. Y esto marca una variación, una desviación sin cuyo apercibimiento y tasación rigurosa poco puede esperarse en términos de lectura, conocimiento e interpretación.

Tuve, por eso mismo, el resguardo de deslizar una segunda hipótesis bajo la primera, que ya no hablaba de modernizaciones y ni siquiera hablaba de serie, sino de una hilera de gestos. Gestos, algo así como trances de exultación, extemporáneos, para enfatizar algo que afloraba en el quiebre: una singularidad irreducible, irrenunciable, que es todo lo que a fin de cuentas me interesaba, y es lo que me sigue interesando. Somos, los de acá, criaturas de lo “moderno”, vástagos de las guerras de independencia y de la formación de repúblicas endebles, que se deben en parte (solo en parte) a las complejidades políticas, económicas, sociales y culturales de la ilustrada modernidad y sus muchos diferendos, y a la vez somos criaturas anómalas de “lo moderno” y de la “modernidad”, y lo que de veras importa es calibrar la anomalía, no porque exista un patrón, una pauta normativa de esas dos magnitudes (para no hablar de conceptos), sino porque, al revés, se podría pensar que la anomalía es el criterio de su ponderación. “Lo moderno” es siempre una desviación respecto de sí mismo, la “modernidad”, un status deviationis. Es una anomalía respecto de sí misma. Esa es, acaso, su fuerza, no diré su fuerza histórica, sino su fuerza como historia.

En consecuencia, no hay una modernidad, hay modernidades. En plural. Requisito: una geopolítica de lo moderno: diversidad de sus emplazamientos, hora y deshora de su conato, sesgo de sus incorporaciones.

 

Bibliografía

  • Galende, Federico. Filtraciones I. Conversaciones sobre arte en Chile (de los 60’s a los 80’s). Santiago: Arcis / Cuarto propio, 2007. Impreso.
  • Kay, Ronald. Del espacio de acá. Señales para una mirada americana. Santiago: Editores Asociados, 1980. Impreso.
  • Oyarzun, Pablo. Arte, visualidad e historia. Santiago: La Blanca Montaña, 2000. Impreso.
  • _____________. La desazón de lo moderno. Problemas de la modernidad. Santiago: Arcis / Cuarto Propio, 2001. Impreso.
  • Richard, Nelly. Márgenes e institución. Arte en Chile desde 1973. Melbourne: Art & Text 21 y Santiago: Francisco Zegers Editor, 1986. Impreso.

Lista de imágenes

  1. Fotografía Martin Gusinde.
  2. Fotografía Martin Gusinde.

[1] Pablo Oyarzún Robles (1950), filósofo, ensayista, traductor y crítico, es profesor titular de la Universidad de Chile. Sus últimos libros son: Entre Celan y Heidegger (2013, 2ª ed.), Una especie de espejo. Swift: cuatro ensayos y una nota (2014), Arte, visualidad e historia (2015, 2ª ed.) y Baudelaire: la modernidad y el destino del poema (2016, Premio del Círculo de Críticos de Arte). A ellos se suman, en igual periodo las traducciones anotadas de: Epicuro, Carta a Meneceo (bilingüe, 2012), J. Swift, Cuento de un Tonel (con Francisco de Undurraga, 2013,), J. Swift, De lengua, estilo, conversación y bagatelas (2014), F. Kafka, El camino verdadero (2014), J. Swift, Tulipas radiantes (2016) y W. Benjamin, El narrador (2016, 2ª ed.). Recientemente ha publicado Letal e incruenta. Walter Benjamin y la crítica de la violencia (co-editado con Carlos Pérez L. y Federico Rodríguez, 2017).

« Back to Glossary Index